martes, 28 de junio de 2016

Carta subliminal




Tan conocido, que pensé que la puerta se transformó en automática solo para recibirnos. Esa bienvenida se confirmó como amigable en la mutación de nuestros rostros, que palidecían en el ambiente despojándose del rosado, en particular el de la sonrisa.

Una vez colocadas, empecé a reiterarme en mi manía: La mirada al reloj de pulsera que me correspondía, con descargas de hastío para desembocar en un deseo de escape. Aparecieron cuatro hombres reunidos que se sonríen, invitándome a participar en su juego, y me reparten una de las cinco cartas.

Alterada por  la voz megafónica que me reclamó, pues mi familiar no podía, acudí al mostrador de urgencias dejando mi carta boca abajo sobre la camilla de ese anciano que no había parado de quejarse durante todo el tiempo. Cuando ya me informaron que las pruebas eran correctas me alegré, también porque podría volver a encontrarme con ellos. Recuperé mi carta y al rozarle ligeramente con mi mano, el grito del anciano me resultó el más humillante de todos.

Miré perplejo aquella calavera y quedé pensando, pero intuí que era un comodín, y eso me reconfortó. Otra sonrisa de los presentes al mostrar mi carta, la siguiente al mostrarme las suyas, que son los ases de los diferentes palos.

Los reclamos del anciano no tardaron en abandonarnos—cuestión de 5 minutos, calculé—. De pronto, los sanitarios se agolparon en torno a él al percibir la ausencia de silencio y llegaron apresurados, confiando en poder devolvérselos. El médico confirmó la sospecha.

Obligados, mis pies se arrastraron hacia atrás para que las ruedas de la camilla no me los pisasen y aquella se alejó en trayectoria recta por el pasillo hacia el indicador de salida marcado en letras negras. A su paso también encontró a mis amigos, que se unieron en aquella  huida del habitáculo, donde le acompañaron con la cabeza inclinada hacia abajo hasta desaparecer del alcance de nuestra visión.

Quedé pensando que aquel aviso megafònico nos salvó de un buen contratiempo.

Laura Castaño Lluna

viernes, 24 de junio de 2016

La truculenta historia de un binladen




Si yo hablara…

Me estrenó Don Mario Duque cuando me quedé pegado a sus dedos en el banco, una radiante mañana de primavera.

—Vaya gorrominos —dijo—, esto de quinientos euros es hacer las cosas a medias, lo correcto sería un billete de mil; la columna la tengo ya tocada de acarrear tanto peso de aquí a casa.
»¡Toma! Mira este: su numeración termina en 543210; es un presagio.

Así que, con él me fui; no sin una nutrida compañía. Al poco, cuando los diez mil compañeros anunciaban que emigrábamos a Suiza, un buen puñado de nosotros nos encontramos de golpe en la cartera de Jaime Gil el constructor, por no sé qué mansión en Marbella. De ahí a las manos del tesorero Cárdenas, junto con siete palabras:

—¿Tardará mucho la recalificación de los terrenos?
—Las cosas de palacio…
—Tengo accionistas a los que debo dar cuentas.
—¿No querrá pedirme un recibo?
—No, hombre, que no vamos de pardillos.

Apenas se marchó, nuestro nuevo dueño nos dividió en dos montones iguales: la mitad desapareció en un gigantesco bolsillo que no parecía tener fondo, en tanto el resto, en un ascensor y con prisas, pasó a manos de un melenudo en chanclas que lo llevó directo al despacho oficial del señor alcalde, ataviado de rigurosa gala: camiseta desteñida a juego con un Meiba de Miky Mouse. De allí al urinario unisex donde se habían montado una buena. Y, de alguna manera, nuestro sobre acabó en manos del Maestro, que salía en el AVE para Sevilla, donde sus cursillos se esperaban como el maná.

Al pasar por Alcornoque de la Sierra Pelada, la mitad fuimos arrojados por la ventanilla (una pequeñita) junto con una nota: “para que te compres unas bragas para que yo te las pueda romper”. Así fue como una cincuentena de nosotros —en el manoseado sobre alojado en las bragas—, nos paseamos por el soleado pueblo de camino a la Templo del Palmeral. La buena mujer se reservó la mitad de nosotros para asegurar esta vida, en tanto el resto lo invertía en la del más allá. Su santidad olisqueó el sobre, nos contó, bendijo al alma caritativa y nos guardó junto a los calzoncillos milagrosos, los que lavaban los ángeles. Transfirió la mitad a las Islas Caimán y con el resto pagó al gafitas autor de su página web, en la que vendía perolas milagrosas a sus fieles (cualquier alimento cocinado en ellas perdía toda su valor nutritivo, por lo que se podía comer como cerdos y adelgazar).

El informático miope se jugó al póker on line la mitad —que por supuesto perdió— y el resto nos destinó a su madre, no sin previamente introducirnos en el microondas para desinfectarnos (que falta nos hacía). Para celebrarlo, la buena señora se fue de vacaciones a Mallorca acompañada de una foto de su difunto marido donde, al dorso, había anotado el teléfono de la agencia de caballeros-acompañantes que le había pasado una amiga en la iglesia. En el salón del hotel —invadido por los alemanes— se quedó sin respiración al ver aparecer al que sería el primer amor comprado de su vida: trajeado, más tieso que un palo, cabellos engominados y andares de triunfador. De madrugada, cuando me entregó —a mí, al número 543210—, el caballero, al reconocerme, rió, lloró y volvió a reír entretanto sus labios murmuraban:

—Has vuelto a mí, amor mío, has vuelto, aunque vengas solo.

Pobre diablo, no sé cuándo aprenderá que nosotros no tenemos amigos; somos al portador.

Entretanto, en la tele sonaba la nueva letra del himno nacional:

“Esto si es felicidad
De trabajo ni hablar
Olé, olé
Con todo el día de juerga…
¡No hay vida mejor!”


Tico Lorente (Carlet)

jueves, 23 de junio de 2016

Con la maleta en el rellano




Lo volvió a ver en el escaparate : esta vez lo compró recordando la última tarde que pasaron juntos hablando de lo bien que le sentaría. No dudó tampoco en pintarse los labios de rojo pasión.
Se presentó en el trabajo de él con la excusa de recoger unos papeles impresos, que hacía un rato le había enviado  pero la recepcionista le indico, con voz chirriante, que estaría reunido hasta bien tarde. Le envió un mensaje, no obtuvo respuesta y enrabietada volvió al coche, donde el quemazón de sus manos al volante se le adhirió al resto del cuerpo . Envuelta en la incomoda sudoración creyó, aunque no lo quiso ver, lo confirmó: su mismo vestido rojo y lo vio a él.
El llegó tarde a casa, la buscó ansioso para excusarse de su larga jornada de trabajo, ella le espero sentada en la cama, desnuda. Después de la ropa interior se vistió y le pregunto
—Dime cielo ¿a quien le sienta mejor?
Al día siguiente, cargado, vio
el post-it de su amiga pegado en la mesa de su despacho “su mujer le visito a primera hora”.

lunes, 20 de junio de 2016

LA ESTRATEGIA DEL VAMPIRO





Hijo mío, los vampiros nos alimentamos de sangre humana. En la Edad Media, el asunto se resumía a un “aquí te pillo, aquí te mato”. La violencia inherente al método era divertida, pero espantaba la caza. Con el resultado de atracones espaciados por hambrunas. Así que, en alguna noche de truenos y relámpagos, en el torreón del castillo de Transilvania, arrugados como pasas por la prolongada abstinencia, nuestros antepasados alumbraron la genial idea: inventaron la ganadería bípeda. La inevitable inseguridad de la caza sustituida por la cría de humanos en condiciones óptimas, dirigidas a la obtención de los sabrosos ejemplares que rinden hasta cinco o seis litros de sangre. Magnífico, ¿no? Pues no, las matemáticas demuestran que es perfectamente factible extraer cien veces esa cantidad si, en vez de dejarlo seco, se pega una chupadita —digamos un litro— y luego se le deja campar a sus anchas para que se recupere. Sí, ya sé que eso es un mordiscus interruptus, algo contra-natura pero, créeme, con calculadora en la mano, vale la pena. En el fondo, es el viejo asunto de la relación huésped-parásito; los depredadores más evolucionados siempre se caracterizan por evitar la muerte de su presa.

Una vez asumido el hecho de que en el siglo XXI los vampiros nos hemos convertido en ganaderos, resulta obvio que debemos esforzarnos en cuidar a nuestro ganado. Y aquí aparece una curiosa noción que nos es ajena y, sin embargo, resulta crucial para el éxito: debes aprender a preocuparte por su bienestar.

A lo largo de los siglos, lo hemos probado todo y, hoy por hoy, cualquier vampiro sabe que la estabulación no funciona, que es preferible darles suelta sin restricciones aparentes. Nosotros nos aposentamos en los puntos clave por donde deberán pasar por la fuerza: desfiladeros, abrevaderos, refugios, todo aquello que nunca aprenderán a rehuir. Sí hijo, los cepos que hoy en día camuflamos como bancos, eléctricas, telefónicas y demás.

—Como el que se compra un coche y sale derrapando ansioso por perderse en el ancho mundo a su libre albedrío, sin acordarse de que nosotros lo esperamos en todas las gasolineras.

—Muy bien, hijo mío, ya lo pillas.

Tico Lorente (Carlet)

viernes, 17 de junio de 2016


                                                             TEMPUS FUGIT



 Lo conocemos como la palma de nuestra mano. Hoy acabamos otra vez en este trozo de laberinto a falta de salida.

Pasaremos muchas horas aquí, como el resto de las veces. Miro el reloj a menudo, percibiendo que cada minuto es eterno.

Las piernas me duelen con cosquilleo incesante y encuentro alivio moviéndolas, el calor me agobia pero no hay lugar donde dejar mi abrigo y sigo pendiente de que no le falte nada a mi paciente-me entretengo buscando esa almohada que me pidió hace rato-.

El anciano de al lado lleva un buen rato quejándose y sus gritos se hacen cada vez más insoportables, al fin se lo llevan al box. Nuestras miradas le siguen y acentuamos el oído para seguir la charla entre colegas. Los quejidos del anciano han cesado.

-Llamen a sus familiares.- escuchamos tras las cortinillas-.

Las ruedas de la camilla casi rozaron nuestros pies, alejándose entre los pasillos.


Entonces pensé agradecida: Todavía nos queda tiempo.

viernes, 10 de junio de 2016

LA CAJA FUERTE



Aburrido, desde el sofá contemplaba el cuadro de los girasoles colgado en la pared. Hacía tiempo que lo había comprado con metro en la mano, sin atender más que a sus medidas. Luego lo vio en la tele —el original—, resultó que el suyo era una reproducción de una obra maestra de algún pintor chalado. Dejó el cigarrillo encima del montón de colillas malolientes que desbordaban el cenicero, apuró el vaso de whisky, se levantó, apartó con una patada los envases de Telepizza y se fue a por el cuadro. Lo descolgó para, una vez más, quedarse mirando lo que tapaba: una caja de seguridad empotrada en la pared, cerrada. Se esforzó en repetirse a sí mismo la vieja explicación que empezaba a hacer aguas: al comprar el piso, ya estaba allí, sin su combinación para abrirla. En la inmobiliaria le habían contado una complicada historia con un resumen fácil: no había manera de averiguarla. Y, al tratarse de un extraño modelo, ningún profesional sabía por dónde entrarle. Además, empotrada en hormigón como estaba, extraerla era asunto complicado y caro. Caro, dinero. La asociación de ideas era inevitable. Se rascó la entrepierna sudada —al final tendría que admitir que necesitaba un baño, como le había dicho la puta a domicilio. Lo que hay que aguantar. Eso sí, la muy ramera había cobrado su asesoramiento a puñetazos. Curioso mundo, el de la prostitución: se había corrido la voz y ahora, todas las chicas estaban demasiado ocupadas para atender sus llamadas. Suponiendo que les hubiera podido pagar, que era mucho suponer. La inmensa mayoría de los papeles que alfombraban la sala eran apremios de pago y, los más preocupantes, los del banco informando de que le iban a ejecutar la hipoteca, expropiar el piso por falta de pago. Entretanto, tras la tapa que acariciaban sus dedos, bien podría haber una fortuna en ordenados fajos de billetes. Convivir con un secreto no hacía más que exacerbar su estado de ansiedad. Para eso está el whisky. Tras un largo trago a morro acabó donde siempre, en el sofá.

Debió dormirse porque, de alguna manera, era consciente de que estaba soñando. Otra vez la maldita pesadilla de la sangre. Deshacerse de sus ropas manchadas no bastaba, su cuerpo, de un rojo tan brillante como pegajoso le repugnaba. Se lavaba una y otra vez con agua hirviendo, se frotaba, restregaba, desesperado por quitársela de encima. Porque no era suya; era ajena, era una acusación, una prueba.


Al despertar atardecía. Había dormido un buen rato. Empapado de sudor, alargó el brazo a por la botella, lo que le valió una bocanada directa desde su propio sobaco. Y la vista se le fue a la pared, la caja fuerte estaba abierta. La montaña de billetes con la que tanto había fantaseado estaba allí, a su alcance. Se levantó, le dio la espalda y se fue directo hacia la puerta de entrada del piso. Comprobó que estaba cerrada y bien cerrada. Por el pasillo, de regreso al salón, su mente forcejeaba con la lógica: si no había nadie más, el único que podía haberla abierto era él mismo. Presa de un extraño temblor, se acercó a la caja y sacó un puñado billetes. Los alzó para examinarlos. Auténticos. Porque las manchitas rojas que los ensuciaban no creía que alteraran su valor. Tras una vida dedicada a engañar al prójimo, al quedarse solo, se había esforzado en engañarse a sí mismo, olvidar que la caja fuerte era suya. Lástima que la amenaza de embargo hubiera venido a rasgar la fantasía con la que se había arropado.



Tico Lorente (Carlet)