miércoles, 19 de agosto de 2015

LA HORNACINA Y EL LIBRO




La aldea fue un pueblo en su día, y de cierta entidad porque el casco urbano no es pequeño. Ahora quedarán diez o quince vecinos, viejos reviejos que esperan el fin sentados en sillas de anea mientras airean una y otra vez los mismos recuerdos. Aquí no hay alcalde y depende, administrativamente, de otro pueblo. La dejadez se nota por todas partes: casas ruinosas, tejados caídos, huertos enmarañados, los huecos oscuros de puertas y ventanas que hace tiempo se pudrieron. La iglesia está cerrada a cal y canto. Hace años que no baja ningún padre a dar misa, me han dicho. En el huerto trasero hay un viejo cementerio: árboles añosos, hiedras, una alfombra de hojas muertas. Las tumbas están señaladas por herrumbrosas cruces de hierro o desmoronadas lápidas de piedra y, aún así, algunos ramos de flores, algunas cintas, desafían al olvido. Al fondo, en el rincón más umbrío, hay una lápida con una hornacina de cristal que guarda un libro. Un libro viejo, con la portada gastada por el sol y las inclemencias. No puedo evitar la tentación de abrirla, el candado roñoso no es obstáculo, y sacar el libro. Las páginas, húmedas y amarillentas, se desprenden al pasarlas. La impresión es muy antigua. Busco el título: Vida y costumbres en Argentina, por un tal Ernesto Portales. La fecha de edición es ilegible; sin embargo, más arriba puede leerse una dedicatoria: Con cariño te recuerda esta Navidad: Juan José. Diciembre de 1904.


Julio Alejandre

http://julioalejandre.com

lunes, 17 de agosto de 2015

Todo recto; no tiene pérdida

Señora. (De clase media) – ¿Se entra por aquí en El Cine de los Sueños?
Encargado. (Galante y servicial)  Por aquí se entra, señora. Todo recto; no tiene pérdida.

Autor. (Al lector)  Las gentes pronto creen que vuelan, al atravesar las puertas afelpadas e introducirse en la oscura y fresca sala. Súbitamente sienten el viento azotando sus rostros, agitando locamente sus vestidos. Llegado el punto se hacen uno y comparten la velocidad y el excitante vértigo hasta que todos lloran de la alegría. 
   Las gentes sueñan con que vuelan y lo siguen creyendo cuando dan con sus huesos en el fondo del abismo.



Santiago H. Gea

sábado, 15 de agosto de 2015

EL BAÑADOR





Llevo años viéndola hacer lo mismo por la mañana en la playa del Arenal, Siempre el mismo ritual, la misma imagen, la misma apariencia. Un blusón ancho con estampado de flores y su pelo recogido en un moño en la parte superior de la cabeza. El cabello, canoso, con mechas cayéndole sobre  la espalda y en la mano una botella amarilla, de las de lejía, con agua, se supone,  no del mar.
El agua, traída desde su casa - también se supone - es la que echa al bañador después de bañarse y quitarse éste desde dentro del blusón que se coloca dejando antes que resbale el agua salada por su cuerpo. Lo enjuaga, - el bañador - lo escurre y con el envase vacío en una mano y el traje de baño en la otra, se dirige a la salida de la playa. Hacia la calle que conduce a varios bloques de apartamentos.
Pero hace un par de días, la vi llegar, temprano como siempre, sin su botella amarilla. Era, supuse yo, que no se quitaría el bañador mojado o que ya no le atraía meterse en el mar y solo llegaba para caminar como hacen muchas mujeres ya entradas en años, por la orilla sobre la arena húmeda.
Pero no, observé qué, como siempre, caminaba hacia el horizonte azul, con cara de felicidad y dejando que la superficie del agua fuera subiendo lentamente por su cuerpo, hasta llegar casi al cuello. Ya en este límite obligado por su pequeña altura, se dejó mecer por las olas que lentamente ondeaban en la superficie.
Cada vez más intrigada, la seguí en sus movimientos. Al salir del agua y dejar que la brisa la secara un poco, recogió su bata floreada echada sobre la arena, se la puso en un gesto rápido, cotidiano,  y dejó deslizar el bañador hasta el suelo. Lo cogió con la arena adherida. Resuelta, fue hacia los lavapiés instalados en el límite de la arena con el paseo, accionó la manivela, puso la prenda bajo en grifo, la enjuagó, la escurrió y salió hacia su casa con el moñete en su cabeza y las flores sobre su cuerpo fresquito

Pedro y Mari Luz







Cuando Pedro llegó a la residencia y la vio sentada en la silla de ruedas tan guapa, tan arreglada y tan elegante, pensó que a lo mejor no era tan malo que sus hijos lo dejaran allí. Además, era solo por una temporada corta –le dijeron- después del verano volverían a por él.
A través de otro residente, se enteró de que la dama se llamaba Mari Luz y que había sido actriz, pero que ni hablaba ni se enteraba de nada. Una pena —decían— con lo hermosa que había sido.
La primera vez que decidió acercarse a ella, le llevó una flor. Aunque estaba prohibido cortarlas, decidió que merecía la pena arriesgarse por una mujer como ella. Cierto es que no la tomó entre sus manos ni aspiró su aroma,  tan siquiera le dirigió una mirada de agradecimiento; pero él se la prendió en el pelo, justo encima del oído izquierdo. Desde ese día, Mari Luz lució siempre una flor y nadie  cuestionó la legalidad de su procedencia.

Las flores empezaron a escasear con la llegada del otoño, pero él siempre encontraba alguna, por humilde que fuera, para obsequiar diariamente a su amada. Parecían orquídeas si era ella quien las llevaba.
Tras la ofrenda floral, Pedro empujaba la silla de ruedas mientras le narraba, día tras día, un capítulo de su vida. Unas veces eran historias tristes, otras anécdotas muy divertidas. Llegaba incluso a pensar si algunas eran reales o las acababa de imaginar.     


Un día, al fin, recibió la visita de sus hijos. Tras comprobar estos que el aspecto de su padre y su salud eran inmejorables, decidieron prolongar su estancia. Recibió la noticia con tal indiferencia que él mismo se sorprendió. Seguidamente dijo adiós y corrió hacia donde estaba Mari Luz para contarle la noticia. Se sentía contento, muy contento, además, ese día había encontrado una rosa otoñal de aromático perfume que sujetó en su pelo mientras, con atropello, liberaba una cascada de palabras acerca de lo felices que iban a ser y de lo mucho que la quería. Se llevó a los labios las manos de ella que siempre reposaban en su regazo y las besó con ternura. Acarició luego su rostro, recorrió los surcos de la piel y se miraron. Entonces recogió una lágrima que resbalaba lentamente.

lunes, 10 de agosto de 2015

Sonríe con ternura


Las tardes de domingo salen a dar una vuelta por el parque.
Ella, orgullosa, lo presenta a sus amigas:
-Ernesto, mi novio.
Del brazo de su abuela, Ernesto sonríe con ternura... y siguen paseando.

sábado, 1 de agosto de 2015

RECUERDOS INFANTILES

                         —¡Mamá, mamá, tengo miedo!
                                Él, agarrado a las piernas de su madre, percibió el olor del odio. Pateaban las sillas, las puertas, los objetos, las paredes, perros rabiosos con espuma en la boca. Y él, tan niño, lloraba aterrorizado.
                                 —¿Dónde se ha escondido ese rojo de mierda?
                                 Furiosos y armados, violentos y sádicos, pistoleros con el alma negra. Destrozaron el armario a golpes y allí, acurrucado, estaba el terrible anarquista al que buscaban, el padre del niño asustado. Se lo llevaron a puntapiés, a culatazo limpio. Y también al abuelo del niño, "otro rojo".
                                  —Y tú, zorra, te vienes con nosotros.
                                   —¡Mamá, mamá, mamá!
                                  Su abuela le cogió en brazos, con lágrimas que presagiaban la desdicha brotando de sus ojos. Nunca dejó de llorar su abuela desde aquella noche.
                                  Su madre volvió tres días después, rapada la cabeza, con ojeras, llena de moratones, humillada.
                                  Él, el niño moreno con el pelo rizado que tenía miedo y no entendía nada, nunca volvió a ver a su padre ni a su abuelo.
                                 Todos los años en la misma fecha, ese fatídico 31 de julio, su madre le cogía de la mano y le llevaba a una cuneta en la carretera que sale del pueblo y llega hasta el cementerio. Allí depositaban sus flores en la tumba sin tumba.
                                  Allí las siguió dejando cuando las arrugas inundaron su cara y su pelo se volvió gris ceniza.
                                  Flores para su padre y su abuelo, víctimas sin sepultura, doblemente muertos.
                                  Él los guardó en su memoria. Eso nunca pudieron arrebatárselo