jueves, 21 de mayo de 2015

Lluvia a la una de la madrugada.



Lluvia, oigo el sonido de la lluvia cayendo por la carretera, las gotas rebotando en la metálica barra que marca los límites de la terraza, resuena ese eco en las cañerías inundadas, corriendo casi con recelo calle abajo. El sonido de la lluvia relajando mi pulso, atenuando el bombeo de mi corazón. De una forma tan simple, tan lisa y llanamente fácil.

Natural como el vapor de agua que sale de mi boca al suspirar, como mis pensamientos acompasados con el frío, esperando a ser reanimados y tener esos treinta y seis grados de nuevo. Entro en coma emocional esperando fundirme en un sueño con la lluvia de fondo, con esas gotas cayendo del cielo a cámara lenta y que culminan en el suelo sin esperarlo su efímera existencia.

No deseo que termine este ansiado estado, protegida por esta invernal música que nunca acaba, donde sus notas rezagadas siguen resonando en mi mundo a partir de medianoche, pues ya han sido las doce y nada ha cambiado. Los segundos han continuado y el reloj no se ha parado.


Pero todo acaba, incluso la canción se acaba. En ese infinito tiempo la lluvia me devuelve al mundo real, rechazando mi entrada a esa dimensión paralela donde cada gota sustituye cada idea en mi cabeza. Como una descarga eléctrica mis constantes vuelven a marcar ese pulso que ya creía disminuido. Tan sólo dos pasos me alejo de esa terraza y el sonido de la lluvia se difumina hasta hacerse casi imperceptible. Plácidamente sigue cayendo a pocos metros de mí, retando a la función de mis oídos, hasta casi puedo saborear su victoria al desaparecer del mundo de mis sueños, pero no me importa, porque yo sigo soñando con soñar con la lluvia.

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