domingo, 22 de febrero de 2015

Pascual




Pascual era un buen hombre. Tímido, retraído, siempre correcto y educado, querido por todos. En el trabajo, una empresa familiar en la que llevaba casi cincuenta años y donde era considerado como de la familia, se había convertido en imprescindible, pues siempre estaba ahí cuando se le necesitaba. Pero llegó el momento de su jubilación, aquel que esperaba con auténtica angustia y que sabía no podía retrasar más.

Su trabajo era lo único que llenaba una vida vacía y triste, que transcurría entre las cuatro paredes de su casa junto a su tía Matilde, quien se había ocupado de él desde su más tierna infancia. Primero su padre, en un accidente laboral, y unos años más tarde su madre, por un cáncer fulminante, le habían dejado huérfano con tan solo siete años.

Matilde, soltera de vocación, se dedico a él en cuerpo y alma. Pascual llenaba el vacío que hubiera podido ocupar cualquier hombre. Algún pretendiente había tenido, pero ella siempre terminaba por rechazarles; su único objetivo era su niñito y esa fue su prioridad, aunque un comportamiento tan protector no benefició en absoluto a Pascual, pues hizo de él un ser indefenso y sin carácter. Ni que decir tiene que ninguna de las pocas mujeres que llevó a casa a lo largo de su vida fueron del agrado de su tía, por lo que pasaron los años y ahí estaba él, solo, con ella, su trabajo y sin amigos.
Justo al año de la jubilación murió su tía. Fue en aquel preciso momento, sin que él lo esperara, cuando empezó una nueva vida para él.

Al principio fue duro, no estaba acostumbrado a vivir solo. Se levantaba, desayunaba, se duchaba y no tenía ganas de nada, ni de salir tan siquiera; el hacer la compra o bajar a cobrar se convirtieron en un autentico calvario y fue sumergiéndose en una fuerte depresión, tan fuerte que una de sus vecinas, Encarna, que le conocía de toda la vida, viendo en el estado de apatía en el que se encontraba tomó cartas en el asunto y llamó al médico.

- Sé que no es de mi incumbencia, Pascual, pero sabes que te aprecio y no podía seguir viendo cómo       te apagas día a día.
- Tranquila, Encarna, sé que lo haces porque te preocupas por mí y te lo agradezco.
- Pase, doctor.

Pascual le contó al doctor que no tenía ganas de nada, que su vida ya no tenía sentido sin su trabajo, sin su tía. El doctor, después de examinarle y escucharle atentamente le recetó un antidepresivo y le recomendó un paseo matutino y otro vespertino todos los días, sin excusa. ¡Y búsquese usted algún hobby!  Le gritó a mitad escalera.

Él, siempre obediente, se acicaló y se fue directo a la farmacia a por sus pastillitas y se puso a pensar qué era lo que podía hacer. No le gustaban los bares, tampoco era aficionado a ningún juego de mesa (ni dominó, ni cartas). ¿Viajar? Poco. ¿Leer? sí, pero era una práctica solitaria y en ese momento no era lo más aconsejable. El cine era otra opción, pero ¿ir solo? Antes por lo menos iba con su tía, bueno, podía invitar algún día a Encarna, ella también estaba sola, se portaba bien con él y no le vendría nada mal un poco de compañía. Sí, se lo propondría.

De momento empezaré por lo más fácil, se dijo: los paseos.

Al día siguiente por la mañana desayunó café, tostadas con mantequilla y mermelada y un zumo de naranja. Se afeitó y aseó, se puso unos vaqueros, una camisa, unas botas y un gabán, pues hacía una mañana bastante fría. Salió a la calle sin rumbo fijo, decidido a caminar al menos durante una hora. A lo lejos vio la acera larga y soleada custodiada por una larga tapia y flanqueada por pequeños puestos de flores con sus jóvenes vendedoras, decidió que esa sería su primera ruta. Cruzó, y al llegar al primer puesto, se dirigió amablemente a la florista. 

- Buenos días.
- Buenos días, contestó ella alegremente, ¿flores señor?
- No, gracias.

Y así fue saludándolas a todas hasta llegar al final del recorrido, donde había una gran puerta de hierro. Atravesó  la calle y regresó a casa.

Como el paseo le resultó agradable, al día siguiente tomó el mismo camino y así día tras día. Las jóvenes floristas ya le conocían y él, una a una, las saludaba por su nombre. Se sentía afortunado por conocer a aquellas jóvenes tan agradables ¡Quién tuviera treinta años menos!, pensaba.

Una mañana, al llegar a la puerta decidió atravesarla, para así alargar un poco más su paseo. Ya hacía mejor tiempo y apetecía caminar un poco más, además le había cogido gustillo a esto de los paseos, el doctor tenía razón.

Caminó durante largo rato, hasta que la vio, rubia, preciosa ¡tan joven y delicada! No. Dudó, pero no pudo resistirse y le habló, ella le escuchaba atentamente y él le iba narrando  sus  frustraciones y anhelos,  le fue contando toda su vida, día a día, minuto a minuto. Era joven, sí, demasiado para él, se decía, pero le comprendía tan bien, le sabía escuchar y se compenetraban de tal forma que la edad no suponía ningún impedimento. En ocasiones le llevaba flores, sus amigas las floristas se las regalaban, compadecidas al verle tan enamorado y feliz.

- Cómo ha cambiado Pascual -comentaban entre ellas.

Los vigilantes también le conocían y conversaban amigablemente de lo divino y lo humano, ya eran varios años viéndole por allí diariamente, alguno más de una vez le llevó un bocadillo y un refresco, pues cuando se sentaba a hablar con su amada perdía la noción del tiempo. Entre ellos comentaban que no era bueno para él pasar tanto tiempo en aquel lugar, pero…

Una tarde, mientras uno de los vigilantes hacía su ronda antes de cerrar, se extrañó al ver a Pascual allí, a esas horas. Él ya hacía rato que debería haberse marchado. Comenzó a llamarle. ¡Pascual, Pascual! pero no contestaba; alarmado gritó: ¡Pascual! y comenzó a correr hacia el banco donde se sentaba cada día desde que conoció a la joven para charlar con ella. Le encontró reclinado hacia delante con su mano extendida, como si se la estuviera tendiendo a alguien. Su expresión era relajada, casi de felicidad.

Pascual había muerto en aquel banco del cementerio junto a su amada, feliz por haber conocido el amor aunque tardío, solo, como había vivido, pero sabiendo que ahora ya nunca más lo estaría, pues iba a reunirse con ella.


                                                                                                                    Marisa Martínez


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