miércoles, 19 de febrero de 2014

El filósofo del espray


Mi sencillo homenaje a José Luis y María Fernanda, artífices de un sueño llamado BiblioCafé en Valencia. Un bello sueño que ha durado solo cuatro años, pero que ha dejado un importante legado: el colectivo de autores "Generación Bibliocafé", que esperamos seguir produciendo historias y perpetuando su origen.


La noche había sido horrible. Mónica, mi esposa, instalada en el baño por obra y gracia del virus de moda, no consiguió relajar las tripas hasta que expulsó su primer biberón y Laura, la pequeña, requería mi permanente compañía debido a unas inoportunas pesadillas. Para acabarlo de arreglar, el gato, sensible a tales eventualidades, no cesaba de maullar y merodeaba arriba y abajo, impidiéndome también conciliar el sueño.

A primera hora de la mañana bajé medio zombi a la calle. Después de desayunarme el coche grafiteado, negro sobre blanco, con la leyenda “LA VIDA ES INJUSTA” y acordarme de la santa madre del ocurrente filósofo del espray, salí al trabajo disparado. Tan disparado, que no conseguí frenar a tiempo en un semáforo e hice añicos los cuartos traseros de un utilitario.

Tras cumplimentar con la víctima los inevitables papeles para el seguro y mientras seguía conduciendo, en la radio anunciaban la enésima subida de la factura eléctrica, el establecimiento de nuevos impuestos y más recortes en sanidad y educación. Para compensar, el gobierno aseguraba que, gracias a Dios, la economía se estaba recuperando.

Llegué casi con una hora de retraso a la oficina. Pérez, el jefe de personal más canalla que uno pueda imaginar, me recibió en su despacho para comunicarme con su detestable retórica que el ERE presentado por la compañía había sido resuelto favorablemente, por lo que a finales de mes causaría baja en la empresa. Me pareció muy chocante recibir el pasaporte justo cuando los sursuncordas patrios predicaban la aparición de la luz al final del túnel. Imagino que ellos y el resto de la sociedad transitamos por diferentes subterráneos.

Me correspondían varios días de vacaciones y, como después de dejarme los cuernos allí durante más de dieciocho años no entraba en mis planes regalar a esos desagradecidos ni una centésima de segundo del resto de mi existencia, reuní mis trastos en una caja de cartón y me despedí con rapidez de los pocos compañeros que de verdad merecían dicho apelativo.

Estaba nervioso cuando me puse de nuevo al volante. Decidí que la mejor forma de relajarme sería almorzar en un chiringuito frente al Mediterráneo. Para ser invierno, el día pintaba soleado y una suave brisa soplaba de poniente. Perfecto para instalarse con una birra y un bocata de calamares ante la arena de la Malvarrosa viendo pasar los yates y veleros de toda esa gente, libre de crisis y preocupaciones, a la que no le importa un comino los problemas de los demás.

Estacioné en un aparcamiento de la zona azul completamente desierto, evitando darle propina al gorrilla cuya ayuda ni solicité ni necesité, y me encaminé al kiosko más próximo. Tras el carajillo, después de declinar el establecimiento de relaciones comerciales con tres amables vendedores africanos, me quedé traspuesto y solo al cabo de una hora, la sirena de una ambulancia que circulaba por allí consiguió reanimarme.
Volví al coche y esta vez los chascos fueron dos. Uno, la multa del “agente de la ORA”, una denominación que podría utilizarse en un serial de espías, siempre y cuando al protagonista no lo disfrazaran como a nuestros paisanos. Otro, un neumático rajado, delito cuya autoría enseguida atribuí al gorrilla insatisfecho –y por cierto desaparecido- aunque, a fuer de ser sincero, no disponía de pruebas fehacientes para incriminarle.

Sustituí la rueda y luego fui a un taller a comprar otra. Superada ya la hora de la comida, pensé que sería una excelente idea sorprender a las niñas a la salida del colegio y merendar con ellas algo de la basura americana que les chifla. Ya relataría a Mónica las malas noticias en casa, más tarde. Iba hacia la escuela cuando tuve que parar para atender una llamada en el móvil. Era mi hermano Carlos; acababan de ingresar a nuestro padre de urgencia en el hospital, había sufrido una apoplejía.

Doblé en la primera esquina y puse rumbo al Clínico. Cuando llegué, mi madre se lanzó sobre mí, abrazándome. “Está muy grave”, dijo entre sollozos. “Tranquila mamá, saldrá de ésta, como siempre. Es fuerte”, fue lo primero que se me ocurrió contestar. Al cabo de más de dos horas acudió un médico para informarnos que lo tenían en la Unidad de Cuidados Intensivos. “Ahora está estable, vamos a vigilar su evolución. Váyanse a casa, aquí no pueden hacer nada. Si ocurriese algo les avisaríamos de inmediato. Pueden volver mañana a mediodía, les permitiremos verlo durante quince minutos.”

Entré en mi domicilio a la hora de cenar y antes de que pudiera destapar la boca para empezar a contar las terribles experiencias que ese día me había deparado, Mónica lo soltó de sopetón, sin anestesia: “Hola, cariño. ¿Sabes que me han dicho que cierran la librería del barrio?”

Fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia, de mi estabilidad emocional, de esa flema personal que bajo ninguna circunstancia debe confundirse con el nauseabundo “meninfotisme”(1) que suele adornarnos. Me acerqué apresurado al armario de las herramientas y en uno de sus estantes encontré dos espráis de pintura negra que alguna vez, por olvidados motivos, había comprado en la tienda de los chinos. Reposaban, pacientes, aguardando su momento de gloria. Esa noche me hinché a rotular vehículos en la Avenida de Aragón con la incontestable sentencia de mi querido colega: “LA VIDA ES INJUSTA”.

(1) Meninfotisme: en lenguaje valenciano, actitud consistente en mostrar indiferencia y desinterés por todo, incluso por cosas que habrían de preocupar o interesar . Es una característica atribuida a buena parte del pueblo valenciano.

domingo, 16 de febrero de 2014

Desmontando a Gustav

1

“Lego al mundo el maravilloso descubrimiento del mestizaje de las especies. Aún recuerdo cuando en mi juventud intentaba el cruce de moscas y arañas, de arañas y lagartos, de lagartas y gatos, de gatas y perros, de perras y leones. En tales casos el primer animal sucumbía, devorado o destrozado por el segundo. Pero, aunque amigos y familiares se mofaban, yo proseguía mis investigaciones entre impertérrito y entusiasmado.

Comprendí que existen criaturas incompatibles con otras y, espoleado por la idea de experimentar con nuestro propio género, en 1952 yo mismo me apareé con Gladys, la legendaria osa patinadora del Circo Ringling. Al cabo de varios meses nació Ringo, nuestro precioso hijo, el primer grizzly híbrido de la historia, al que eduqué personalmente en la disciplina humana. Con mucha dedicación e infinita paciencia he conseguido que articule algunas palabras; también que lea y escriba con fluidez, esto último sirviéndose de un artilugio especial que ordené fabricar a la medida de sus enormes pezuñas. Fuma habanos, disfruta en el cinematógrafo con las películas de Humphrey Bogart y adora el jazz, el be-bop en concreto. Come algodón de azúcar y le pirra montar en los autos de choque de Coney Island. Si bien es clavadito a su madre, representa el triunfo de la ciencia sobre el escepticismo, los prejuicios y el conservadurismo más recalcitrantes.

Vaya desde aquí mi sincero perdón a aquellos biólogos que tacharon de farsa mis éxitos, que me vilipendiaron y calumniaron por razones que  ellos conocerán. Solo espero y deseo que mi trabajo sea rememorado, que pase a los anales de la genética con el honor que merece.

En este libro revelo con todo lujo de detalles los secretos acerca de mis investigaciones. Confío en que su lectura animará a jóvenes científicos a tomar el testigo que la enfermedad que me mantiene postrado me obliga a ceder irremisiblemente.” (1)

(1) Extracto del prólogo a “El desafío evolutivo. Manual para la simbiosis de los especímenes terrestres” (Apocalypsis Editions, 1960), escrito por Gustav Yurinsky Jr. dos años antes de su defunción.



Ringo, a la edad de cinco años, divirtiéndose en la feria local


2

“Gustav Yurinsky Jr. tan solo contaba 42 años cuando falleció en la primavera de 1962, tras una larga y terrible dolencia. Tengo ahora 20 años, lo cual es mucho para un grizzly como yo. Creo que ha llegado el momento. Antes de traspasar la negra barrera, me siento obligado a declarar la verdad sobre los estudios de quien estaba convencido de ser mi padre. Porque hay que reconocer que su vida fue un auténtico fiasco. Cuando Yurinsky ayuntó con Gladys, desconocía que ella ya estaba preñada de Fenton, el oso que hacía malabares con antorchas encendidas mientras rodaba con una bicicleta por un alambre a diez metros del suelo. Fue mi propia madre la que me lo confesó, en nuestro propio lenguaje úrsico, durante una de mis escasas visitas a la sucia jaula que ocupaba en aquel maldito circo. También me aseguró que Gustav no dejaba de acosarla y abusar sexualmente de ella, con la finalidad de proporcionarme un hermano.

A pesar de su locura, de su compulsión obsesiva por unos experimentos disparatados, contrarios a cualquier lógica y ética natural, agradezco a mi falso padre que me mantuviese alejado de aquel inmundo negocio, donde los animales son vejados y maltratados de forma sistemática. También he de reconocer el tremendo esfuerzo que mostró para adiestrarme en la lectura y la escritura, gracias a lo cual he podido deleitarme con las grandes obras de los clásicos americanos: Poe, Melville, Twain y tantos otros. Ello también me ha permitido ganarme la vida decentemente como crítico literario en Time ya que, como el solfeo y la interpretación musical, los números nunca se me dieron bien, jamás logré pasar de la tabla del dos.

Sin embargo, a través de estas breves líneas deseo expresar mi ardiente deseo de que los discípulos de Gustav Yurinsky, si es que alguna vez llegó a tener alguno en cualquier recóndito rincón del planeta, renuncien a continuar unas investigaciones abocadas al más estrepitoso fracaso. Soy un triste embuste cubierto de un espeso pelo parduzco. Ustedes dirán que podría o debería haber declarado todo esto hace mucho tiempo. Tienen razón, es cierto. Pero comprendan que, aunque no soy humano y nunca lo seré, en mi interior albergaba serios temores acerca de las consecuencias ulteriores, de la imprevisible reacción de esos miles de personas que cada semana han seguido fielmente mis artículos en esta revista. Revista, por otro lado, que confío me contratase atendiendo a mi destreza profesional y no a mi supuesta singularidad biológica.

Imploro ahora sinceras disculpas desde esta eminente atalaya, por haber demorado la proclamación de la cruda realidad. Solo me resta suplicar clemencia. Si, como se suele decir, errar es de humanos, imagínense lo que puede hacer un plantígrado. Hasta siempre, mis queridísimos lectores.” (2)

(2) Último de los artículos publicados por Ringo Yurinsky en la columna titulada “Las osadías de Ringo”. Revista Time, 23 de Junio de 1972. Su autor murió a principios del año siguiente en el Circo Ringling, que reclamó su propiedad amparado en el contenido de esta publicación. En aquel cautiverio, Ringo fue  obligado a exhibir sus habilidades literarias: los espectadores elegían tres palabras al azar y con ellas, en cuestión de dos minutos, el inteligente grizzly escribía en una pizarra un estimable microrrelato.

jueves, 6 de febrero de 2014

Anoche tuve un sueño. Día mundial contra el cáncer.



Anoche tuve un sueño.
Me estaba casando con aquella mujer que conocí 8 años atrás en aquella biblioteca. Tímida, de labios finos, sonrisa delicada, cabello largo y unos ojos verdes que cuando me prestaron atención, me olvidé de por vida de las primeras palabras que le dije.
Recuerdo cómo agotamos las excusas para tener nuestra primera cita, y como conseguimos exprimirla hasta el amanecer sin tocarnos. El asiento trasero del coche me pareció el mejor lugar del mundo para hablar, reír, pensar y mirarnos en silencio como si aquella fuera la última noche de nuestras vidas, y tres días después, en el mismo escenario, hicimos el amor apasionadamente.
Recuerdo que 2 años después de la boda, tuvimos nuestra primera hija. Se llamaba Andrea. Fue el mejor regalo que la vida pudo ofrecernos en tales circunstancias. Disfruté mucho enseñándole el camino a la música, y con 9 años, era ella la que me enseñaba a mí, se nota que sacó tus genes. A día de hoy, toca en una orquesta, tiene su propia academia y es feliz.
Conseguimos establecernos en un apartamento de 35 metros cuadrados que compartimos con el regalo de su primer cumpleaños, un gatito. Pasados unos meses tuve que cambiar de trabajo, y con ello, de ciudad, de gente, de ambiente. De todo.
Todavía recuerdo lo bien que lo afrontaste todo. Fuerte como una tormenta y siempre sonriendo mientras todo cambiaba a nuestro alrededor, y 3 años después, nació nuestra segunda hija, Paula, con la que pasamos los peores momentos de nuestra vida. Estuvo muy enferma desde muy pequeña y tuvimos que hacer grandes sacrificios para que saliera adelante. Hoy en día es una de las mejores cirujanas del país y da charlas motivadoras por todo el mundo. Igual lo hicimos bien ¿verdad cariño?
Recuerdo que en invierno, te tirabas todo el día acurrucada a mí cuando estaba en casa, y quizás no lo sepas pero, me encantaba. Nunca fui de muchas palabras, aunque creo que, afortunadamente, y como pasaba con todo, tú lo sabías, como también sabías que no habría sido capaz de vivir sin esos abrazos.
Cada san Valentín, recuerdo que no hacíamos absolutamente nada, es más, nos tirábamos todo el día bromeando sobre el supuesto día especial, haciendo de él un día normal en nuestras vidas, de esos que tanto me gustaban. Porque contigo, nada era normal.
Recuerdo tus series y películas favoritas, y cuantas veces me pedías verlas una y otra vez, proponiéndome que preparara el salón como yo sabía mientras tú cocinarías algo para la velada. ¡Maldita sea! Cuanto te echo de menos. Tus cartas en la mesa cada mañana contándome algo, el sonido de tus llaves, tus suspiros mientras hacíamos el amor, tu leve movimiento al caminar, tus ojos en la noche y lo adictiva que se volvió para mí tu sonrisa. Nunca olvidaré tu sonrisa.
Recuerdo tus primeras noches en vela después de la noticia. Aquellas que se convirtieron en nuestras y solo nuestras. Todas las lágrimas derramadas que, algunas veces, por culpa de ser como éramos, convertíamos en carcajadas. Aún las guardo. Cómo salías a la calle a comerte el mundo cada día. También recuerdo que cuando llegó el momento, rechazaste ponerte el pañuelo en la cabeza, diciéndome que no te gustaba ocultar tus ideas, que el mundo estaba necesitado de ellas. No sabes la razón que tenías.
Seguramente recordarás tan bien como yo que volvimos al lugar donde nos conocimos. Al lugar donde pasamos esas primeras noches e hicimos el amor por primera vez. Las vueltas que di para conseguir una réplica de aquel automóvil en el que nos sentamos antaño y lo que tus hijas me ayudaron en todo. El asiento trasero del coche me pareció el mejor lugar del mundo para hablar, reír, pensar y mirarnos en silencio, con la diferencia de que, aquella... Aquella si fue la última noche de nuestras vidas. Odié y amé a partes iguales que murieras en mis brazos, porque siempre habías dicho que volviste a nacer en ellos, así que se cerró el círculo supongo...
... Ahora cariño mío, todo lo que recuerdo es el dolor. El dolor que supone perderte, que te lleves contigo toda mi vida y más de la mitad de mi alegría. El dolor que produce esta enfermedad que se ha llevado en meses todo lo que tu y yo construimos juntos toda una vida. El dolor de ver a tus hijas humedecer esos ojos idénticos a los tuyos cada vez que te recuerdan, es como verte llorar una y otra vez. El dolor de sentir que ya no soy nadie y que no quiero formar parte de nada si no estás tú. EL dolor de seguir enamorado de ti y que no duermas a mí lado.
El dolor de estar así y no poder contártelo.


Imagen cortesía de Miguel González Page

miércoles, 5 de febrero de 2014

Afortunado



En un abrir y cerrar de ojos aquella llanura congelada se convirtió en un vergel. Desaparecieron las heladas escarchas, el dolor en las manos, la quemazón en la nariz, el aliento mortal. Fue como si el sol barriera con toda la mufa de una mañana desolada, fue como si la penumbra del invierno se borrara de un plumazo con sólo una mirada suya. Porque ella estaba allí.

Todo aquel tiempo había sido una cárcel fría, gélida, despiadada; todo aquel tiempo sin sus ojos había sido una tremenda pesadilla que no tenía más remedio que una sencilla mirada. Una profunda y perdurable mirada que consoló su alma, que calmó sus espasmos, que devolvió la vida a sus manos, a sus raquíticos dedos. Pupilas inmensas que llenaban de ternura los más recónditos rincones de un cuerpo inerte y vivo a la vez. Estalactitas de amor nacían dentro de su alma gracias al hondo ser que salía por debajo de unas sutiles cejas marrones.

Sin prisa, aquella hermosa primavera los cubrió a los dos, poco a poco, los árboles, las abejas, las flores y las aves atravesaron el polo norte efímero para dar un marco inexplicable a sus dos luceros. El amor los cubrió de paz y un río de pasiones creció a partir del deshielo tan esperado por ambos. Nunca más hubo frío, nunca más una distancia tan desesperante, nunca. Se amaron como dos enfermos, se amaron como dos alma que se funden en una sola, como dos cubos de hielo que se derriten a la par. Y todo por sus ojos, y todo por estar allí, donde siempre debió estar, donde nunca dejará de estar.