Me encontraba en París visitando a una
pareja de amigos que residía en un antiguo edificio del centro de la ciudad.
Mientras ellos se encontraban en sus respectivos trabajos, decidí salir a caminar.
Mis pasos me llevaron hacia el barrio de
Montmartre. Desde que viajé a París por
primera vez, quedaron en mi recuerdo los pequeños cafés con sus mesas en plena calle. Me
gustaba sentarme en una de ellas y ver el espectáculo que suponía el ir y venir
de los turistas, los pintores y sus ardides verbales para convencerlos de que
no se podían marchar de la ciudad sin su retrato en la maleta.
El tiempo no quiso acompañarme esta vez. La
mañana era de color gris plomizo y la
lluvia hizo su aparición. Descartada la idea de quedarme en el interior de una
cafetería observando a los pintores desmontar sus puestos, decidí entrar en la
iglesia del Sagrado Corazón. Debido al mal tiempo se encontraba inusualmente vacía.
El sombrío interior contrastaba con el blanco radiante de su monumental arquitectura y el sonido del
imponente órgano invadió mis sentidos de paz y tranquilidad. Me senté en uno de
los bancos, cerré los ojos y aspiré el aroma del incienso. Mi mente quedó vacía
durante unos minutos, no sentía mi cuerpo. Ni siquiera durante mis clases de
yoga había conseguido desconectar de ese modo. De repente, el órgano dejó de
vibrar. Abrí los ojos de nuevo y regresé a la realidad. Bajo el dorado altar principal,
un pequeño grupo de gente se disponía a celebrar una misa fúnebre. Mi
primera intención fue la de marcharme, pero algo peculiar me lo impidió. Cerca
del féretro, había un violonchelo de madera de abeto, derecho sobre un soporte,
con su arco. Se encontraba muy cerca del difunto, como si se tratara de algún
familiar o, mejor todavía… como un amigo inseparable. Recogida en mi asiento,
decidí quedarme. Los asistentes escuchaban
emocionados las palabras del sacerdote quien hablaba del fallecido con admiración, refiriéndose a él ya no sólo como un
excelente intérprete, si no como una magnífica persona. Una mujer tomó la
palabra y, serenamente, habló de quien había sido su profesor, amigo y amante.
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas en silencio, permitiendo expresar su
último adiós.
Intuí
que, al terminar la ceremonia, lo llevarían hasta el cementerio del mismo
barrio, donde descansaban, precisamente, músicos, escritores, cantantes y
actores. Allí reposaría bajo la mirada de los arces y los castaños, en compañía de Berlioz quien, en vida, pasó sus días vagando entre
las tumbas y panteones, estatuas de
criaturas celestiales y terrenales.
Con
discreción, decidí salir antes de que terminara el acto. La lluvia continuaba
cayendo en forma de traslúcida cortina, suave y húmeda. Apenas había gente
caminando protegida por paraguas y tapada con impermeables, lo hacían
apresuradamente para guarecerse en algún lugar más acogedor. Al cruzar la calle, justo en la acera de
enfrente y mirándome, ví la silueta de un hombre alto, con gabardina gris.
Con una de sus manos agarraba
el paraguas protegiendo a su
violonchelo. Quedé impactada. Mi primera reacción fue girar
mi cabeza hacia la iglesia y de nuevo volverla hacia el extraño. Sin pensar, crucé la calzada. Quería un
encuentro con él pero, cuando lo hice, su imagen se desvaneció entre la lluvia.
Pregunté
a un pintor, que todavía se encontraba
recogiendo sus bártulos, quién era ese hombre que prefería empaparse antes que
ver mojado su preciado instrumento. Me miró sorprendido y me contestó que tan
sólo estábamos él y yo en esa mañana desapacible de otoño, bajo el aguacero.