martes, 12 de noviembre de 2013

Los hijos de perra





Tenía la pistola cerca y aún así no estaba tranquilo. Esa maldita histérica estaba rondando por allí, buscándome y aunque no supiera en que bungalow estábamos y aunque estuviera lloviendo a cántaros y las malditas chapas del techo nos dejaran dormir y fuera de noche desde hacía varias horas, aún así sabía que ella podría encontrarnos.

Estábamos todos muy cansados después de huir y escondernos durante días y cuando llegamos por fin a Saint Jean de Luz elegimos un camping y nos alojamos en la cabaña 506.
Nos daba igual la piscina y todas las mierdas que nos ofrecieron. Teníamos que pasar por turistas. Pagamos en efectivo y tiramos todo en la minúscula caseta. Esta hija de puta nos seguía los pasos y necesitábamos escondernos unos días de su maldito olfato de sabueso. Nunca te metas con los hijos de una perra como esa, a veces uno hace cosas que no desea y otros le desean cosas que no merece. De cualquier modo, lo hecho, hecho está y esa puta nos pisa los talones.

El primer día lo pasamos haciendo guardia. Después de dos semanas sólo sigo yo con las guardias. Estos dos malditos me dejan a mí la carga de cuidarlos de noche y no lo soporto. Ahora van a la piscina, a la maldita playa —aunque las olas no permitan ni hace surf— de juerga a Biarritz. Me huelo algo malo que está por venir y ellos siguen diciendo que soy un enfermo mental, que ya no debería temer nada, que le dimos esquinazo. Conozco de primera mano cuánto es capaz de odiar esa maldita mujer y debo decir que después de lo que le hicimos a sus hijos nos buscará hasta el fin del mundo. No debería haber dejado tirados a esos retardados, tendría que haberlos matado, pero sabía que eran sus hijos y… maldito estúpido. A veces creo que me estoy volviendo un blando. Malditos imbéciles, si hubieran puesto un poco de sí, no valen para esto, jodieron el atraco y no íbamos a pringar por esos idiotas. Es lo que hay, y esa maldita no me perdonará nunca dejarlos allí dentro de la caja, esperando a los maderos... No. Ella nos va a encontrar y nos lo hará pagar.

Puta lluvia, oigo pasos por todos lados, luces de coches que entran y que salen y la caseta me mata con tanto ruido por todos lados. No soporto esta mierda y los dos gilipollas roncando como cerdos en sus literas. Mañana nos vamos de aquí tenemos que ir al norte, o al sur. París o Sevilla, tenemos que mover el maldito culo y... Joder. Ya está aquí, siento su olor a perra infectada por el odio, algo se mueve allí detrás en la 507. Han apagado todas las luces, se los debe haber cargado a todos, pobres turistas gabachos, jodidos por nuestra puta culpa.

—Eh, colegas, tenemos rock and roll, arriba, ¡eh!

Si no espabilan van a morir en las putas literas y la gordita de la recepción lo va a flipar con las manchas de sangre...


—¿Qué pasa?
—Os lo dije...

Dos disparos iluminaron la noche y fueron directo a las literas. La muy hija de puta sabía que las cabañas eran iguales y dónde disparar observando donde estaba. La 507 se iluminó dos veces más, primero desde la puerta y luego desde la habitación de mayor tamaño. Disparé sin miedo a esa última y luego al baño, a la otra habitación y paré. Todos los bungalows comenzaron a iluminarse. Silencio total. En unos minutos seguramente vendría la policía. Mis dos compañeros estaban muertos y me cagué en mi maldita bola de cristal, joder. ¿Por qué siempre me rodeo de estúpidos? Abrí la puerta y salí con lo puesto bajo la puta lluvia. Dos disparos me pasaron a pocos metros y me hicieron correr como una puñetera gacela en cualquier dirección, caí por un terraplén y bajé dos calles por entre las malditas casetas. Un cuatro por cuatro detrás de mí empezó a arremeter contra las jodidas casitas de plástico y aluminio. La muy zorra estaba descargando toda su ira contra ellas y arrasaba con todo a su paso. Yo no daba crédito a lo que estaba viendo y me quedé congelado cuando apareció frente a mí la mole de cuatro potente ruedas llena de restos de cortinas y basura y wáteres y cafeteras y mil mierdas colgando. Detrás de toda esa mierda estaba una furiosa mujer de unos cincuenta y muchos años, pelirroja —se había teñido la muy guarra— y con unos ojos azules intensos, el mismo color del mar cantábrico aquella tarde. Cuando apretó el acelerador hasta el fondo yo salté a la piscina y ella arremetió directamente contra la última caseta en su camino hacia mí, con tal suerte que cogió un desnivel y el cuatro por cuatro saltó por encima de mí y se clavó contra los toboganes de agua de la piscina. Llegué a ver la parte de debajo de su vehículo y cómo la puñetera loca abría la puerta y saltaba. Me sumergí en el agua. No paraba de llover y la única luz que noté al asomar la cabeza para respirar fue la que se veía por detrás del vehículo empotrado en lo alto de los toboganes de la piscina. El color rojo hacía todo más tétrico que la cara de la maldita perra. Debía estar cerca, muy cerca. Salí corriendo. La playa no estaba lejos. Corrí hasta la barrera de salida del camping y baje entre los matorrales. Cuando llegué al túnel por debajo de las vías del tren tuve miedo.  Recordé la cara de gilipollas los dos niñatos hijos de perra, dos estúpidos rubitos que se creían los más listos del mundo y que lo controlaban todo, los dos idiotas que habían olvidado contar dos guardias y que la cámara acorazada sentía un sistema de emergencia que hacía que se cerrara automáticamente en caso de fallo de la seguridad. Estaban jodidos en la cárcel y ahora yo estaba jodido en un puto túnel oscuro, lleno de moho y charcos, con un puto reflector a un lado y presa fácil de la asesina a sangre fía más fría y calculadora que jamás se haya conocido. El primer disparo que me dio fue directo a la pantorrilla y si hubiera estado en otra situación me habría tirado al suelo a coger mi pierna y retorcerme del dolor, pero la adrenalina me tenía drogado y cojeando seguí hasta el cruce de los cañaverales. Me mezclé con las malditas plantas y me corté por todos lados con sus putas hojas y paré de correr. El dolo empezaba a subir por toda la pierna hasta la ingle cuando la ví pasar. Aún estaba buena la vieja perra, llevaba una recortada en sus manos, pantalón ajustado negro, una camiseta oscura, esas hermosas tetas y algo más pesado colgando de su espalda. Dejé que pasara de largo en dirección a la playa. No sé por qué pensaría la muy estúpida que yo iba a ir allí, era un maldito callejón sin salida. Fue entonces cuando me dí cuenta de que los rubios retardados esos eran realmente sus hijos. Todavía tenía el arma en la mano y cojeando la seguí hasta la playa. Un gran montículo de algas se había acumulado delante de la caseta de los pecadores y las olas hacían un ruido terrible, perfecto para ocultar mi cojera y mis quejidos de dolor. Cuando se dio vuelta yo ya le había pegado dos tiros, uno en cada pierna. Cayó sobre la montaña de algas.

Me acerqué lentamente para rematarla. Cuando llegué por detrás del muro donde se acumulaban las apestosas algas ya no estaba. La perra malherida no podía estar lejos, estaba seguro de haberle dado en las dos piernas. Sentí entonces un impacto y caí al suelo. Me había dado en la otra pierna, era buena, digna rival para un maldito asesino como yo. Estaba enterrada en la mierda de algas, estaba llena de esa mierda por todos lados y no podía distinguir si era ella o una maldita montaña de mierda maloliente, al final de cuentas era lo mismo para mí y empecé a disparar sentado en el suelo mientras la maldita espuma y las olas me iban llevando para adentro del mar. La oí gritar fuerte y aunque yo también estaba medio muerto supe que la había matado.

No tengo ni idea como hice para llegar a Behobia para que me atendieran ese enfermero que a uno nunca le falta gracias al dinero que se siembra en tiempos de bonanza. El hecho es que la puta justicia ya no es lo que era y a los dos idiotas los han soltado por no sé qué mierda técnica del juicio. Ahora me buscan ellos, por cargarme a su madre. Creo que tendré que terminar con tanta sensiblería familiar que sólo me ha traído dolores de cabeza. Y todo por tirarme a la perra hace treinta años, olvidarme de ella y después querer reponer el tiempo perdido como buen padre y maestro. Yo no soy padre, nunca lo he sido ni quiero serlo. Mi vida es una mierda y no quiero compartirla con nadie más que con mi pistola. Lo mejor que puedo hacer por esos hijos de perra es reunirlos con su madre en el infierno.


Pernando Gaztelu

1 comentario:

  1. ¡Vaya tela! Parece el último capítulo de un guión de cine... Me imagino al mismísimo Tarantino dirigiendo. Es muy duro, Pernando y con un léxico muy apropiado para una escena violenta.

    ResponderEliminar