miércoles, 27 de febrero de 2013

Querida Eva


Como cada día a esas horas, la linda anciana extrae del bolsillo el amarillento papel. Después de desplegarlo se lo tiende a Rubén, que lo toma entre sus viejas y torpes manos y se queda mirando medio pasmado.
-      -   Lee, mi amor, propone Eva con dulzura.
Rubén se coloca temblorosamente las gafas que cuelgan de su arrugado cuello y comienza a balbucear, sin medida ni entonación alguna, el texto allí caligrafiado:

Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que eres el sol de mis días,
La luna de mis noches,
La única estrella en mi firmamento.

Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que por ti brillan mis ojos,
Que por ti vivo y respiro,
Que estás en todos mis sueños.

Perdona querida Eva
Si alguna vez olvido tu nombre,
Si no te conozco,
Si niego mi vida entera,
Si a nuestros hijos no recuerdo.

Perdona querida Eva
Estos cursis y tristes versos
Que me gustaría leer a tu lado
Cada mañana mientras pueda,
Cada tarde mientras me muero.

Y perdona finalmente querida Eva
Que no sepa agradecerte
Tus infinitos desvelos
Tu santísima paciencia,
Tus cariñosos y sinceros besos.

Rubén se quita las gafas, esboza una sonrisa hueca y deposita sobre la mesa camilla el manuscrito que él mismo escribió aquel día que le diagnosticaron la terrible enfermedad. Eva se levanta, le besa, le acaricia las mejillas con sus cálidas manos y dice como siempre, con entregada ternura:
-       -  Hoy lo has hecho muy bien, mi amor. Te quiero.

lunes, 25 de febrero de 2013

Puntadas al tiempo



Le seguían gustando las costuras de su antigua máquina de coser, esa que no cambiaba por nada. Se sentía cansada como ella, demasiados años trabajando y escasos cuidados. Compañeras de faena ambas. En cada puntada, un suspiro. Ya le faltaba poco para terminar. En realidad, esa anciana de aspecto bonachón escondía un secreto: cosía sus recuerdos para que no se le olvidaran. Primero los enganchaba con alfileres, después los hilvanaba y, cuando ya estaban todos bien sujetos,  las costuras. Los remates a mano, para que no se deshicieran nunca las puntadas. Había ido guardando los tejidos que componían su vida y las de sus seres queridos que ya no estaban. Y ahí se encontraban todos juntos como los países de un mapa: recortes de bodas, bautizos y funerales. El vestido de medio luto, el de desahogo y los de colores de entretiempo y verano. Telas y fragmentos de imágenes y memorias que se iban aflojando como las canillas de la máquina. Pero finalmente lo iba a conseguir, tendría tiempo de darle una última puntada al tiempo.

viernes, 22 de febrero de 2013

TE PARECES A BOBBY FISCHER


            A Amparo.

            Mi padre ya me lo decía: te pareces a Bobby Fischer. Evidentemente no se refería a mi talento para jugar al ajedrez, más bien escaso (a pesar de mis esfuerzos). Mi padre me decía eso cuando, después de un día entero en la universidad, llegaba a casa, saludaba con un escueto “hola”, me duchaba, me cambiaba de ropa y me largaba con un escueto “adiós” para ir a ver a Ana. Eran tiempos en los que los libros y esa chica a la que también le gustaban los libros devoraban mis días.

            Mis compañeros (amigos) de Valencia Escribe saben de mi situación en este último año. Justo cuando por fin iba a conocer a algunos de ellos, mi padre sufrió un derrame cerebral que, demasiados meses después, terminaría costándole la vida. Casi al mismo tiempo, en otro hospital, nacía Esperanza, mi hija. ¿Por qué cuentas todo eso otra vez, Marco? Calla, no seas pesado que ahora yo soy el narrador. Pues bien, soy consciente de que vuelvo a parecerme a Bobby Fischer. Aparezco, dejo un par de textos, me marcho, vuelvo a aparecer, vuelvo a marcharme. Odio las intermitencias, pero de momento no soy capaz de hacer otra cosa.

Todavía me cuesta andar en línea recta.

Todavía lloro sin que me pase nada.

Todavía escribo demasiado sobre demasiadas cosas.

Todavía duele.

Intento, sin conseguirlo, levantar un proyecto asequible a mi escaso tiempo y talento. Estoy en ello. Me ofusco, caigo y me vuelvo a levantar. No me ensañaron otra cosa. Por eso me gusta el boxeo (y el ajedrez, que es la versión violenta del boxeo). Por eso me gusta escribir. Hemingway lo supo antes que yo, y lo escribió mejor.

-         Bueno, pero casi sin darte cuenta ya has escrito algo.
-         Pues estamos listos...
-         En serio, esto es un texto y deberías publicarlo en Valencia Escribe.
-         Pero si no hay foto, ni se corresponde con los deberes.
-         No pasa nada. Pon una foto de Bobby y otra del viejo Hem.
-         Claro, para ti nunca pasa nada.
-         Venga, no seas tonto. Así verán que de verdad te pareces a Bobby Fischer.
-         Uf, que pesado eres.
-         Ah, y dedícaselo a Amparo.
-         ¿Y eso?
            -    Shhh, luego te cuento.

martes, 19 de febrero de 2013

Llamémosle Pérez




Es un mendigo más, un vagabundo más, otro sin techo, como dicen los yanquis. Es una persona bastante mayor, cuyo patrimonio arrastra por las calles de la ciudad empacado en una desvencijada maleta de ruedas. He visto muchas veces a ese transeúnte habitual por los barrios del centro y siempre he estado tentado de hablarle. Hoy ése prójimo ha aceptado charlar conmigo cuando le he ofrecido un bocadillo y un cartón de vino barato.

El señor Pérez, llamémosle así, me ha contado que nació en la aldea de un remoto y frío lugar de la meseta, un lugar sin pasado, sin presente y por supuesto, sin futuro. Sus padres explotaban (espero que los  explotadores profesionales no se enojen si utilizo esa expresión) una pequeña granja de animales; no vivían, simplemente sobrevivían y a muy durísimas penas. Pérez solo pudo asistir unos pocos años a la escuela, en la que además de los números y las letras, le inculcaron una rudimentaria educación religiosa. Pero el señor Pérez me asegura que si hubiese un Dios y ese Dios fuese justo, no podría haber pronunciado esa frase que le atribuyen, más propia del presidente de la patronal, esa que dice “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Porque, argumenta, hay mucha gente que acapara demasiado pan, más del que nunca podrá consumir, sin haber transpirado una puñetera gota en su regalada vida, gente que se sabe aprovechar y cómo de las transpiraciones ajenas. Y al propio tiempo existen incontables multitudes de millones y millones de personas que, por más que suden y se esfuercen, incluso por mucho que recen, jamás alcanzarán a obtener una insignificante y dura migaja. Según Pérez, si hubiese un Dios y ese Dios fuese justo, premiaría a los buenos y castigaría a los malos precisamente en esta vida, no en la hipotética que ha (o no ha) de venir. Y dice que eso es lo que todos los poderosos desean que los pueblos crean: que cuanto más suframos ahora, cuanto más dolor nos dejemos infligir, más ración de gloria nos tocará después de muertos.

Pérez abandonó el colegio a la temprana muerte de su padre. Su madre, muy enferma, necesitaba ayuda y él era el único hijo del matrimonio, el gran heredero de la ingente miseria familiar. Se afanó lo indecible en sustituir el trabajo de su progenitor mientras duró su madre, que fue apenas unos años. Después, decidió vender los pocos animales que le quedaban y emigró a la gran ciudad.

Si bien ese hombre al que denominamos Pérez reconoce que es un ignorante en cuestiones políticas, lo cual interpreta como una bendición, también afirma que nunca le ha gustado el sistema y que al sistema nunca le ha gustado él. Sigue comentando que cuando llegó a la capital se empleó en el comercio de un tío suyo como recadero y asistente, pero tras una década de solemne fidelidad a cambio de exigua comida e incómodo catre en un recóndito rincón de la trastienda, a la muerte del viejo sus primos le dieron boleta.

El sinsabor del abuso y la injusticia hizo mella en el joven Pérez, que juró por su vida no volver a trabajar para nadie más. Si sus propios familiares le habían tratado peor que a un perro, odiaba imaginar qué tipo de consideraciones tendría contra él cualquier desconocido.

Con los pocos ahorros que guardaba inició una serie de pequeños trapicheos, comprando y revendiendo artículos usados y baratijas con ganancias raquíticas, ínfimas, despreciables. Hasta que hace unos años las autoridades empezaron a perseguir el mercadeo ambulante ilegal (o sea, el que no pasa por la santa Caja Municipal y por ello carece del sagrado Permiso Administrativo urbi et orbi con sus doce timbres y siete autorizaciones), Pérez fue un popular buhonero, asiduo de los rastros itinerantes y del cambalache encubierto. Igual te vendía una radio estropeada que un vetusto disco de Eydie Gorme y Los Panchos o un grifo de segunda mano para el lavabo o el bidet. Aunque malvivía, se sentía libre y sobre todo dichoso por no permitir que nadie se lucrara a su costa. Pero cuando la policía empezó a empapelar a los vendedores furtivos como él, que tantos y tan graves perjuicios ocasionan a la balanza de pagos nacional, hubo de abandonar la actividad y su vida se vino abajo.

Desde entonces, el ser humano al que llamamos Pérez carga a todas partes con su artrosis y su maleta llena de recuerdos y trastos, viviendo de la caridad. Sostiene que los que más comparten son los que disponen de menos medios, que hay personas maravillosas en el flanco oscuro de la sociedad, en ese lado menos cool, que solo aparece en la sección de sucesos de los noticieros y jamás en los glamourosos reality-shows. El inframundo de los desamparados, los solitarios y los olvidados. El gran ejército de los condenados, que ojalá en la otra vida (si existe y porque en ésta es ya imposible) alcancen el pedazo de gloria que alguien, algún día y por interesados motivos, les prometió.

El mensaje

Sta smana tas superao.la xica ta genial.stan tos embobaos.tra vz s reirán de mi pq yo no miro.n las cajas con 'x' ta el mjor vino.ahora hay muxo pq tol mundo pid d la casa.p*crisis.hzm una perd cuando acabs y ls mando a currar.pa la prox smana una rubia ;)

El sueño de Helen More



Cuando despertó, el revólver todavía estaba allí.

Helen había vuelto a soñar que Lee le traicionaba sin cesar con otras mujeres, que nació infiel, vivía infiel y merecía morir siendo infiel y no de otra forma.

Introdujo el arma en su bolso, se puso el abrigo y salió a la fría noche de New York. El taxi no tardó en llegar al Slug’s, donde el portero, al reconocerla, le franqueó el paso. Lee, entre pase y pase, estaba en la barra fumando y apurando una copa, mientras comentaba amenamente a unos admiradores la historia del tema “Lover Man” con el que había concluido su anterior actuación. Helen se acercó, sin mediar palabra apartó a los demás tertulianos y descerrajó un certero tiro sobre su hombre. Cuando Lee cayó al suelo Helen soltó el arma, se arrodilló ante él y con lágrimas en sus ojos le susurró: “Esto ha sido por nuestro bien, Lee. Te lo juro, lo he hecho porque te amo”.

LEE MORGAN (10.07.1938 – 19.02.1972) - In Memoriam

Edward Lee Morgan fue uno de los más talentosos trompetistas de la historia del jazz. Nacido en Filadelfia el 10 de julio de 1938, fue asesinado por su  pareja de hecho Helen More el día 19 de febrero de 1972. Solo tenía treinta y tres años de edad. Helen, trece años mayor, le disparó mortalmente en el interior del Slugs’ Saloon (situado en el East Village de Manhattan), donde estaba actuando, por una cuestión de celos. Lee murió desangrado mientras esperaba la llegada de un servicio de ambulancia reacio a entrar en aquel peligroso barrio.
Helen fue ingresada en un sanatorio mental y murió de un ataque cardíaco en 1996.

Ante el 41 aniversario de su muerte, he aquí un merecido homenaje a este excepcional músico. En esta grabación de 1961, Lee apenas tenía veintidós años.

Desde arriba...



Enfundada en un vestido blanco que cubría sus piernas hasta justo debajo de las rodillas y con unos tacones rojos de vértigo que hacían juego con sus labios, Luisa bajó tranquila del coche, se volvió y le dijo sin pestañear:
“Mírame bien, amor. Todo esto es lo que has perdido. Debiste ser más valiente y elegirme a tiempo porque ya me cansé de esperarte. Siento que tengas que cenar solo pero hoy no me apetece un sitio tan serio. Creo que me voy a bailar.”
Él no pudo responder. La miro alejarse contorneando sus caderas por en medio de aquella avenida y se sintió como el hombre más desgraciado del mundo.

... Y algo parecido debieron sentir todos los que hipnotizados por ella miraban la escena desde las ventanas.

domingo, 17 de febrero de 2013

Todas mis vidas



Últimamente solo escribo en el cielo. En el corto trayecto que distancia un abrazo de amigas. Tan cerca y tan lejos. El mar de mapa nos separa y nos une, azul intenso. Desde aquí reconozco las nubes que pinta Rafa Sastre, que tímidas por ahí pasan; sobrevuelo la música de Asun; las risas de Eulalia; el cariño de Amparo; las bromas de Pepe, la entrega y constancia de Lu. Hasta pronto, Leocadia, Edelmira... y Brando... y Julieta. Fin de semana distinto, lleno de palabras, sonrisas y de todas esas vidas sin ti, que juntas poseemos e imaginamos. 

La telaraña





Paul fuma tendido en la cama, mirando fijamente la telaraña que cuelga de la lámpara de techo de su habitación. Sostiene una nota en su mano, la que le entregó el sudoroso conserje del sórdido hotel de la miserable ciudad donde se encuentra. Esa nota contiene la única respuesta que no esperaba: “Paul, déjame en paz, olvídame, no quiero volver a verte nunca más”.

Paul sigue mirando la telaraña y empieza a envidiar al insecto que la habita. Si él hubiera dispuesto de una red tan perfecta como ésa, Sandra nunca habría escapado y él no habría iniciado aquel inútil éxodo tras ella. Luego comprende que cada ser humano es libre de elegir y que, por mucho que la ame, Sandra no le aceptará jamás. Es hora de barajar de nuevo los naipes de la vida, tal vez en la siguiente mano haya más suerte.

viernes, 15 de febrero de 2013

Manuel, que fotografía nubes


Vive un viejo en mi pueblo que se llama Manuel y fotografía nubes. Hace años sus hijos le regalaron una cámara y cada mañana, cada tarde, lo ves pasear por caminos y sendas recogiendo el testimonio de esas lindas masas de sutil algodón. Hay quienes sostienen que en ocasiones también le han oído gritar al firmamento.

Para Manuel un cielo raso o completamente encapotado representa una maldición. Asimismo le disgusta el viento, que aleja tan deprisa a sus vaporosos modelos. En casa tiene paredes repletas de sus imágenes preferidas, que son decenas. Cuando le preguntan el por qué de su afición, responde que cada nube lleva dentro el alma de alguien. Entonces, señalando algunas de las fotos enmarcadas, comenta: “Mira, en este sencillo cúmulo reconozco a mi madre, en la parte izquierda de aquel estrato se ve el perfil de mi tío Agustín, en ese nimbo viaja mi mujer, que me está diciendo adiós, estos preciosos cirros transportan a mis abuelos…”

La gente del pueblo murmura que sufre demencia senil, aunque yo estoy convencido de que es precisamente el envejecimiento lo que le ha dotado de una sensibilidad especial, de un enigmático pero valioso don. Manuel me ha prestado un libro y me ha prometido que cuando sepa distinguir las diversas clases de nubes me explicará cómo reconocer en ellas a mis familiares y amigos. Estoy deseándolo, para encontrar a Marta y gritarle lo que jamás me atreví a confesarle en vida, gritarle con todas mis fuerzas que la amo.

martes, 12 de febrero de 2013

Una razón para vivir


Se tumbó en la cama de aquel hotel barato con un cigarrillo encendido en una mano y la maldita carta en la otra. Lo había perdido todo: su familia, el trabajo, los amigos. La puta crisis le había dejado solo e indefenso. Su pobre cabeza era un inmenso pozo negro donde solo habitaban la tristeza y unas ganas inmensas de desaparecer de la faz de la tierra. Hundirse en la profunda paz de una muerte desprovista de sobresalto alguno. Pero le faltaba valor también para llevar a cabo el acto final y pensó que aún le quedaban unos euros para terminar con varias botellas de vino de buena calidad. Además, ¡qué coño! pensaba, por qué no llevarse por delante a alguno de los causantes de su situación, ya no tenía nada que perder. Empezó a buscar la víctima propicia, alguien que fuera uno de los culpables de sus tribulaciones. Estuvo dudando entre varios individuos que le habían ocasionado fuertes dolores de cabeza en los últimos tiempos y no acababa de decidirse. Le venía a la memoria el director del banco, el que le había anunciado la pérdida de todos sus ahorros con las dichosas participaciones preferentes, mientras que unos años atrás se las  había vendido asegurándole una gran rentabilidad. Recordaba nítidamente el cambio de su rostro durante la última entrevista. Cómo le hablaba de la gran catástrofe como si se debiera a una ley necesaria de la naturaleza que escapaba totalmente a su control. Tenía que madurar bien el plan, entretanto se fue al supermercado más próximo y compró un par de botellas que empezó a beber con verdadera fruición, volvía a tener una meta en la vida y él siempre había sido un luchador.

sábado, 9 de febrero de 2013

Salvadores


Primero vinieron a visitarme los salvadores de patrias. Antes de que pudieran abrir la boca les dejé cristalinamente claro que yo tengo tres: el Mundo, el Fútbol Club Barcelona y mi familia. En cuanto al Mundo, les comenté, es evidente que no hay quien lo salve y si existiese ese superhéroe ya se encargarían los poderes fácticos de eliminarlo por la vía rápida. Respecto al Barça no necesita salvación, es precisamente ese equipo el que cada semana nos conmuta la pena del aburrimiento a los aficionados al balompié. Y por lo que atañe a la familia, que es mi única patria verdadera, nos vamos apañando, gracias. Estos vendedores de banderas y donantes de conflictos se miraron entre perplejos y contritos, me obsequiaron un panfletillo (que terminó en el cubo de la basura) y se largaron con viento fresco.

Luego aparecieron los salvadores de almas. Inmediatamente les rogué, en su calidad de especialistas, ayuda urgente para encontrar a la mía, que me había abandonado el miércoles de la semana anterior llevándose una maleta repleta de amores, odios, rencores, frustraciones, anhelos… Precisaba recuperar mi espíritu y todos sus sentimientos, pues ahora solo era un vagabundo sin memoria y con la mente plana. Pero no debían ser unos especialistas demasiado competentes, el único paliativo que me ofrecieron fue la tarjeta de su puñetera cofradía con un número de teléfono en el que aseguraban recibiría la asistencia anímica necesaria (tarjeta que por supuesto también acabó en la basura). Como vendedores de humo que eran, se desvanecieron silenciosamente.

Al cabo llegaron los salvadores de los salvadores. Me cayeron simpáticos desde el principio y les invité a pasar. Después de unos tragos no tuvieron reparos en confesar que ellos tampoco salvan a nadie de nada, pero que disfrutan esparciendo su mensaje de la trascendencia del individualismo, de la imprescindible deserción del rebaño, de la relevancia y significación de la diversidad y del formidable peligro del pensamiento único. ¡Éstos sí eran buenos vendedores! Tan buenos eran que les compré su máquina de elaborar ideas, me arremangué y me puse a escribir este cuento.




lunes, 4 de febrero de 2013

BRANDON 581 serie C



                    


Mi marido me regaló a Brandon 581 serie C para nuestro tercer aniversario. Me dijo que era muy fácil de manejar y que con él me sentiría mucho más segura. Los asaltos a las colonias de la periferia eran cada vez más numerosos y yo pasaba mucho tiempo sola.

El curso de especialista en manejo de androides duró tres semanas que se me hicieron larguísimas, pero valió la pena, sí señor. Brandon no tenía nada que ver con los cyborgs de mis amigas. Para empezar, el contacto con la silicona orgánica que recubría sus miles y miles de conexiones era cálido y placentero. Su voz no contenía los efectos metálicos que tanto molestan al oído del hombre. Pero lo mejor era su mirada. Era más que humana: traspasaba el alma. Se anticipaba a todas mis decisiones, me adivinaba el pensamiento y pasó a convertirse  en mi mejor apoyo.

Ahora Truman, mi marido, se encuentra en uno de los asentamientos marcianos. Pasará allí una larga temporada, pero desde que estoy con Brandon ya nada me importa.  Cuando estoy trabajando en mi despacho, él vigila todo el perímetro de nuestra residencia, ajusta las alarmas, la temperatura y regula los niveles de radiación solar. Cuando termina, me trae una infusión de té verde de cultivo hidropónico, siempre en su punto, para que no me queme los labios, después me escanea de arriba abajo: temperatura corporal, niveles de colesterol, tensión arterial… No se le escapa nada, ya me cuidé yo de programarlo como a mí me gusta. Hoy me ha notado cierta excitación. Yo trataba de disimular, pero está tan bien entrenado… Me ha tomado entre sus fuertes brazos y no ha dejado de acariciarme en todos mis puntos más sensibles ¡Me ha hecho llegar hasta lo más alto! Lo mejor de todo es que después, no se queda dormido como Truman, podemos seguir juntos hablando de esto y aquello, se muestra interesado en mi conversación y hasta me da ideas de cómo mejorar en mi trabajo… ¡Cómo me gusta la serie C!

La máquina y yo.


Por fin he conseguido una incapacidad total. ¡Soy libre, libre…! Tengo todo el tiempo para mí y para mi máquina del afecto. Nunca he sido tan feliz, ni me he sentido tan acompañada. Tengo un novio en cada web y un millón de amigos de todo el mundo en el Facebook. Unos se conectan por las mañanas; otros, por las tardes; y otros, por las noches. A estos recurro cuando me ataca el insomnio.   Hablamos de todo, de lo humano y de lo divino, de la marcha del mundo y de nuestros platos favoritos, intercambiamos fotos y música y escribimos relatos. Nos hacemos críticas y alabanzas. Yo ya nunca salgo de casa, hago la compra desde aquí. Ahorro mucho dinero en ropa, ando todo el día en pijama, zapatillas y bata de cuadros. Tampoco recibo visitas. A veces hablo por el skipe, pero solo cuando tengo ganas de ponerme los rulos y arreglarme el pelo y vestirme que suele ser una vez al mes. Pongo una luz tenue y me hago la interesante pero la verdad prefiero la comunicación escrita, es mucho más rica y satisfactoria. Por primera vez en mi vida he conocido el éxito personal y social gracias a esta maravillosa máquina que amaré toda mi vida.

sábado, 2 de febrero de 2013

EL TÍO “CEBA”


Enjuto, alto y calvo, con un amable rostro, su piel está más que tostada por el sol mediterráneo. Sigue vistiendo a la vieja costumbre de la huerta, con blusón, faja y alpargatas de careta. Sus amigos dicen que hace las mejores paellas a leña de los alrededores y alaban sus habilidades en el truc y el dominó, que gusta jugar a diario en el Bar de la Sociedad Musical. Su nombre es Ramón Casanova, pero casi todos le llaman Ramonet o Tío “Ceba”. Tiene setenta y cinco años y es de los últimos labradores de Benimaclet, un popular y entrañable barrio al norte de Valencia, arrabal de origen musulmán y municipio independiente hasta finales del siglo XIX, cuando la capital lo engulló con sus administrativas fauces.

El sobrenombre de “Ceba” (pronunciado seba, cebolla en lengua valenciana) es por el que siempre se ha conocido a la familia Casanova en el pueblo. De pequeño era “Cebateta”, hijo de “Cebeta” y nieto del Tío “Ceba”. A fuerza y medida de los inevitables mutis generacionales, Ramonet fue ascendiendo en la escala onomástica. Hace muchos años a su abuelo, que en algún momento llegó a ser teniente-alcalde pedáneo, el cura de Benimaclet le aseguró que en los libros parroquiales más antiguos, datados en los años 1600, ya había anotaciones de bodas, bautizos y entierros de sus antepasados.

La historia familiar cuenta que, como él, todos sus ascendientes por línea paterna nacieron y vivieron en la misma alquería que hasta ahora sigue habitando y cuidando: una barraca humilde, a cuyo lado continúa creciendo un monumental olivo milenario, rodeada por una amplia huerta que es también de su propiedad.

Ramonet Casanova contrajo nupcias a principio de los sesenta con Amparito Forment “Pollereta” (pollerita), apodada así por ser hija de un criador de aves local. En los primeros años de matrimonio Amparito sufrió una grave afección que la condenó a una esterilidad permanente. Desde que la “Pollereta” muriese, hace ya diez años, el perrillo Miliki es  la única compañía de Ramón Casanova, último eslabón de la dinastía “Ceba” de Benimaclet.

Ramonet, además de con las paellas, el truc y el dominó, siempre ha disfrutado dedicándose en cuerpo y alma a sus fértiles tierras, admiración de los agricultores vecinos. Pero también  ha sufrido la creciente amenaza del urbanismo devorador, que acerca cada vez más los descomunales edificios y las amplias avenidas a su paraíso particular. Antes del desplome inmobiliario declinó reiteradas y sensacionales ofertas por su propiedad. Presumidos y prepotentes constructores, amantes de los Cohíbas y los Jaguars, más que bien relacionados con el consistorio público, le presionaron durante meses hasta acabar todos convencidos de que el viejo “Ceba” está completamente majareta. Aquellos mercaderes del ladrillo, con su corazón de cemento y su cerebro de caja registradora, desconocedores del significado del término “principios”, por más empeño que le pongan jamás en sus vidas comprenderán que para ese hombre sin responsabilidades familiares, su patrimonio, lo único que le hace feliz y da sentido a su vida, tiene el máximo valor y ningún precio.

Pero hace unas semanas Don Ramón Casanova Seguí recibió una notificación oficial a tenor de la cual su parcela y el contenido de la misma quedaban expropiados con la finalidad de construir un nuevo Centro Comercial, otro más. Se le advertía también que la acequia que suministra el agua a sus campos quedará cegada hoy viernes a las ocho de la mañana y que en determinada fecha del mes próximo habrá de franquear la entrada a las primeras máquinas excavadoras.

Son las siete y empieza a clarear. Portando un fardo en una mano y una caja de fruta en la otra, el Tío “Ceba” sale de la barraca y se dirige al olivo, a cuyos pies hay excavado un pequeño hoyo. En él deposita el bulto, o lo que es lo mismo, los restos de Miliki, al que acaba de degollar sin poder contener las lágrimas. Cubre y alisa la superficie de la pequeña tumba con unos puñados de tierra y del cajón extrae una soga que lanza al aire y hace pasar a través de una gruesa rama. Se sube al cajón y anuda firmemente la cuerda en su cuello. Después, al tiempo que deja caer la base le da una patada, alejándola unos metros. El cuerpo se balancea durante unos instantes y luego ya solo se oyen los cantos de los pájaros.

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P.S. Lo que ya nunca sabrá el bueno de Ramonet es que el pueblo se movilizaría en masa tras su muerte para detener aquellas obras. Los tribunales reconocerían que el olivo milenario no se debía cortar, arrancar ni trasplantar, sino antes bien conservarlo siempre cuidado, en el mismo emplazamiento. Ahora, en la antigua alquería se levanta el Parque del Tío “Ceba”, con una estatua del hombre y su perro a la sombra del viejo árbol.